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miércoles, 17 de junio de 2009

Pacto germano-soviético.



Se presentó el embajador alemán von ¡heil! Ribbentrop, Joaquín en casa, en la plaza Roja de Moscú un miércoles del 39 a la hora de la siesta. Colgaban de las paredes de los edificios del Kremlin imponentes banderas con cruz gamada sobre fondo granate que los bolcheviques, con las prisas o malicia, habían bordado del revés.

Después de andar muchos pasillos taconeando al modo nazi, el embajador, sus subordinados y una legión de auténticos comunistas, llegaron a la puerta de un despacho donde le aguardaban dos superviventes de la revolución del 17. En aquel vagón de mercanciás el germano estrechó su mano al ministro soviético de exteriores, Molótov, y miró con aprensión el rostro aviruelado de Pepe Stalin. Sobraban los preámbulos.

-El Führer me ha autorizado a proponerle un pacto de no agresión entre nuestras naciones que dure cien años.

- Si decimos tantos la gente va a reírse de nosotros, pongamos diez.

-Bueno déjeme usted telefonear a ver que me dicen.

-Entiendo.

Y le pasaron un teléfono prehistórico comunista.

-Heil mi Adolf! Diez años. Sí mi Führer.- Colgó- Acepta.

-Llevamos años tirándonos mierda a la cara y ahora, de la noche a la mañana, queremos que todos crean que nos hemos perdonado.

- Bueno, yo, mi Führer...

Entonces entró una señora con un pañuelo rojo a la cabeza y una bandeja de dulces, caviar, pinchitos y vodka, mucho vodka.

-Brindemos por el nuevo antikominternista Stalin, camarada.- Y se atusó el bigote.-Viva mi gran amigo Adolf Hitler.

Entonces Ribbentrop se sintió más cómodo en su traje, le puso a Pepe delante un mapa de Polonia y juntos pasaron la tarde jugando al estratego, antes de acabar con el vodka y cepillarse a la del pañuelo.

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